sábado, 1 de diciembre de 2012


Un taxista a la limeña


“No me considero solo un taxista, soy un operador urbano al servicio de los demás para que lleguen sanos y salvos a sus hogares”.

De Villa María del Triunfo hasta Santa Anita. Con un pasajero o con una familia entera. En el calor y el frío. De día y de noche y hasta madrugadas en días festivos. No hay excusa que Luciano Tarazona encuentre para no salir a recorren las calles en busca de ese pasajero que le platique su día o tal vez un problema, ese que no regatee el cobro de la carrera y así poder llevar el sustento al hogar que día a día sale a buscar.

Cinco y media de la mañana y Luciano alista su taxi para poder salir a  taxear, tiene que calentar el motor para que al manejar no se lleve alguna sorpresa. Se persigna antes de salir para que nada malo le pase en el camino, ya que su esposa y sus tres hijos lo esperan en casa.

Prende su carro y sale en busca de la aventura de cada día a salir, “cada pasajero es una historia distinta”, dice. No toma desayuno porque le cae mal tan temprano, se lo toma a eso de las diez en la casera del puesto de emolientes con el pancito de relleno que tanto le gusta.
Pero esta aventura tiene su historia, y es que desde muy pequeño le gustaba ver a su papá manejar y le decía que de grande él también lo haría. Y es así que su padre le regala su primero carro al cumplir 18 años, un wolsvague blanco con el que Luciano lució feliz ante sus amigos, y por supuesto impresionó a la chica con la cual soñaba llevar a pasear y robarle más que solo un beso.

Pero por descuidos de la vida y los desbandes de su juventud, Luciano perdió en carro en una apuesta con sus amigos, le atinó a la Alianza en el clásico con la U, perdiendo así 2 a 0. Una decisión que le costó la pérdida de ese amigo que lo acompañaba a las fiestas del Instituto “La Sorbona” del Centro de Lima, donde estudiaba Administración de Empresas por obligación de mamá. Pero más que nada le costó el rompimiento de la relación con Blanca, la chica de la que estaba enamorado.

“Era una interesada, pero cómo me gustaba”, cuenta Luciano. Luego de eso no volvió a verla. Ella viajó a su tierra natal, Cerro de Pasco y no la volvió a ver hasta después, donde se llevaría una gran sorpresa.

Sin carro, y sin las ganas de estudiar, Luciano se revela y decide hablar con la verdad. “Quiero ser mecánico”. Su madre se quedó helada y su padre solo atinó a decir: “Haz lo que quieras, pero eso sí, hazlo por ti mismo”.

Luciano no era flojo pero tampoco el ejemplo de joven, pero tenía ganas de seguir su sueño. El único lugar donde recurrir, su hermana. Un préstamo que nunca le pagó y un espacio en su casa donde quedarse fueron más que suficiente. Un amigo dueño de una mecánica sería la Escuela que Luciano necesitaría para aprender desde cambiar el aceite hasta reconstruir un carro.

Al cabo de diez años en este oficio, de duros días arreglando frenos, cambiando pastillas en el aro de las llantas y lavando más de treinta carros al día para entregarlos casi nuevecitos a sus dueños. Y ni que decir de las pachangas con los amigos luego de la jornada, las amanecidas en el Huaralino y locales de cumbia que le encantan, todo lo que un soltero disfruta con toda la ganancia que obtiene.

Pero esa soltería estaría a punto de terminar, Luciano como todos los domingos se prestaba el carro Station Wagon negro de su amigo para salir a “casar nenas” como él dice. Una distracción y un fuerte freno hacen la parada en los cruces Ícaros y Coca Cola cerca al Terminal Pesquero, donde la vida le devuelve la oportunidad de volver a ver a Blanca. La cual se encontraba trabajando como niñera en la casa de una familia dueña de tres puestos del terminal. Al bajar a saludarla, nota un ligero cambio, estaba más gordita de lo que era y los ojos le brillaban. Sí, estaba embarazada y tendría a su hijo sola. El padre, un hombre adinerado que conoció en una discoteca, un amor de una noche y que nunca más lo volvió a ver.

Luciano le ofrece su ayuda y es así como en los 6 meses que faltaban se dedicó a cuidarla. Dulces, chocolates y flores eran infaltables detalles que le hacía llegar. Ya no existían las fiestas ni los amigos, solo era ella y su bebé. Y pese a todo y a todos, él lo tomó como suyo y lo firmó, realizando así el acto más puro e increíble de su vida.

Todo iba bien, pero el sueldo ya no daba. Pañales, pañitos húmedos y el talco se acababan en un abrir y cerrar de ojos. Es así que al juntar sus ahorros deciden comprar un carro, uno barato para empezar, un Station Wagon blanco, que pese a no ser nuevo, serviría para que la aventura de taxista esté a punto de comenzar.

Luego de once años ya las calles le son familiares, no hay lugar que le pidan que diga que no conoce. Pero eso sí, cuando es la una de la tarde, quita el letrero de taxista y va a casa a disfrutar de ese tallarín rojo con huancaína o ese chupe de camarones que Blanca le prepara con la ayuda de sus tres hijos.

La lonchera de los sábados para la madrugada es infaltable, su termo con café y sus pancitos con lo que haya en la refrigeradora lo ayudarán a aguantar la pesada noche.

Una parada en la avenida Tacna lo detiene, un joven y una mujer “no tan mujer”, hacen la pregunta: “choche, una carrera al telo más cercano”, pero caleta”. Luciano sabe que a la espalda hay uno, pero ni tonto para decirlo.

“Mira causa, hay uno de acá a diez cuadras y baratazo, ocho luquitas para ti”. Con la impaciencia saliéndose por los poros del joven, Luciano sabía que aceptaría y así se concretó el provechoso acto.

Otra parada en toda la Venezuela, un peculiar borrachito levanta la mano con la cual sostiene su botella de ron. “Llévame al Cucalambé, que mis patas me esperan”. Se sube y ni pregunta el precio. Luciano sabe que como está solo y casi sin sentido no le hará nada. A la de Dios lo lleva y al llegar le cobra. “Tío, son 50 mangos, mira que es lejos”. El borrachito solo atinó a decir: “mira, no tengo plata, pero llévate mi cámara, es Sony, no es cualquier webada”. Luciano lo cogió y se fue. Presentándose así una de las siempre circunstancias en las que un pasajero ebrio le regala cosas y empeña otras a cambio de la carrera o hasta dejando olvidadas pertenencias de valor indescifrable.

Más que golpes de suerte, Luciano lo toma como obras que Dios realiza en él y su familia. Son las seis de la mañana y Luciano regresa a casa a descansar para esperar un nuevo día de trabajo.

Un taxista vive cosas que en ningún otro oficio se vive, sus mil historias ni riesgo y emociones diarias reflejan su esfuerzo y entrega a lo que mejor saben hacer. Las circunstancias no les son adversas frente a su posición de cabezas de familia que pese a veces a no tener ni un pasajero, no se rinden y siguen manejando en busca de alguno que les solvente el día. Las tentaciones de mujeres que desean pagar no con dinero sino con “otra cosa”, son posiciones que no todos lo evitan.

Luciano Tarazona es el ejemplo de padre, amigo y taxista que vive solo para su familia y como dice la canción de Ricardo Arjona, esta fue la “historia de taxi”.